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LA CORRUPCIÓN, PRINCIPAL AMENAZA ESTRATÉGICA DE COLOMBIA Y AMÉRICA LATINA

Actualmente, la corrupción es una de las principales preocupaciones ciudadanas en América Latina. La sensación de que los poderes económicos se han mezclado con los políticos logrando imponer sus intereses sobre las agendas ciudadanas es generalizada. Escándalos de corte regional están acompañados de múltiples casos nacionales que cada día evidencian con mayor certeza este matrimonio de interés.

Las respuestas al problema han sido tenues en algunos países, generando procesos legales de escasa rigurosidad o agendas de reformas legales que avanzan lentamente. Mientras tanto, los ciudadanos desaprueban cada vez más la gestión política e incluso se alejan de la democracia, y entregan su molestia y sensación de abuso a candidatos que se muestran como outsiders o de mano dura. En la mayoría de los casos, decisiones que constituyen verdaderos saltos al vacío en términos de gobernabilidad y políticas públicas que puedan enfrentar los graves problemas sociales y ambientales que afectan a la región.

Sabemos de los costos de la corrupción. Más allá de los esquemas vinculados a las empresas, múltiples señales muestran una cercanía peligrosa entre organizaciones criminales y poder político. Aun cuando hubo situaciones que inicialmente se explicaron por la corrupción en policías locales en países como México, El Salvador y Guatemala, se instaló luego la percepción que se habían generado altos niveles de extorsión a policías, fiscales o jueces que actúan en concordancia con las organizaciones criminales, presionados por la amenaza de violencia. Múltiples son los casos en Brasil, Colombia, Ecuador, Jamaica y Perú donde estas situaciones se repiten de forma constante. También hay señales de un posible tercer camino de involucramiento directo de organizaciones criminales en la política, pasando entonces del financiamiento ilegal de candidatos corruptos a la participación directa y la ocupación de puestos de poder que les permiten multiplicar los mercados ilegales e, incluso, legalizar actividades ubicadas en la zona gris entre lo legal y lo ilegal.

LAS MÚLTIPLES CARAS DE LA CORRUPCIÓN

La corrupción es un concepto polisémico que apareció en la agenda pública latinoamericana como problema de gobernabilidad en las últimas dos o tres

 

décadas. Afecta la economía y el desarrollo social, erosiona los pilares de la democracia y aumenta la desigualdad, perjudicando sobre todo a los más pobres. La literatura varía en la definición y metodología utilizada, lo que limita la comparación; sin embargo, es posible afirmar que los problemas de corrupción adquirieron notoriedad y centralidad en las últimas tres décadas, lo que puede estar vinculado con una mayor magnitud de los eventos.

La corrupción es un comportamiento que se desvía de los deberes formales de un rol público (electivo o nominativo) debido a ganancias privadas, o viola las reglas contra el ejercicio de ciertos tipos de influencia privada, incluyendo soborno, nepotismo y apropiación indebida (Nye, 1967. Traducción de los autores).

Si bien puede ser criticada, establece un punto inicial de entendimiento de la problemática. Johnston propone cuatro síndromes de la corrupción definidos a partir de la forma como se intercambian el poder y el dinero, la fortaleza o debilidad del Estado, y la calidad de las instituciones políticas y sociales (Johnston, 2010). Este marco interpretativo es sugerente para la realidad latinoamericana que vive un escenario marcado por contextos de alta violencia y riesgo acompañados por procesos de rápido desarrollo económico y oportunidades políticas con instituciones débiles. El síndrome que llama “corrupción de clanes” se alimenta de un contexto marcado por pobreza e inseguridad generalizada que torna a miles de ciudadanos en posibles seguidores con clara necesidad de protección. Es decir, contextos en los que el Estado de derecho se convierte en una ficción y la línea que separa el crimen organizado, los funcionarios públicos y los políticos corruptos se torna cada vez más débil.

Lo líquido de las fronteras entre lo legal, lo informal y lo ilegal se convierte en campo fértil para el desarrollo de todo tipo de actividades cuyo objetivo es adquirir poder, dinero o ambos. Si bien estas actividades las desarrollan múltiples grupos, el poder no se concentra en su expresión pública o privada sino en su característica personal (Johnston, 2010: 120). De esta forma, no se hace mención a un problema aislado o específico sino, más bien, a uno sistémico centrado en la adquisición de riqueza y poder. Esta situación, paradojalmente, limita la definición de algunos hechos como corruptos, dado que el contexto de debilidad institucional se vincula con el desarrollo de incentivos perversos o zonas de mínima regulación. El crimen organizado se establece a consecuencia de esta coyuntura, pero es también un factor que la sustenta.

En este marco de amplia variabilidad se retoma la propuesta de Heidenheimer (1989: 161) que propone una tipología de corrupción en tres tipos:

1) la corrupción negra, que la élite y la opinión pública reconocen debe ser condenada y castigada como un principio básico de la sociedad; 2) la corrupción gris, en la cual una parte de la élite quiere que haya castigo aun cuando la opinión pública se muestra ambivalente;3) y la blanca, en la que ninguno de los actores considera necesario generar un mecanismo de castigo.

 

Es decir que en la definición de lo que merece castigo hay elementos históricos, culturales y simbólicos que desempeñan un rol clave. En el caso latinoamericano, esta propuesta teórica permite reconocer la dificultad de la definición por parte de la opinión pública, dadas sus características variables en lo temporal y geográfico.

¿Es la corrupción intrínseca a la democracia o una manifestación de sus debilidades?

Diversos estudios enfatizan en esta interrogante aún pendiente. Sin embargo, en el análisis de la situación comparada de India y China, por ejemplo, se concluyó que la democracia en un país pobre no es más exitosa en combatir la corrupción que en un gobierno autoritario, debido a los elementos estructurales de segregación, precarización e inseguridad mencionados (Sun y Johnston, 2009: 1-19). Teóricamente, al considerar que uno de los rasgos esenciales de la democracia es la capacidad de los ciudadanos para elegir a sus representantes, esta debería ser una barrera fuerte para que quienes cometen hechos de corrupción no sean reelectos. Pero la práctica muestra otra cosa: así, por ejemplo, 75% de congresistas acusados de corrupción son reelegidos a pesar de los procesos judiciales y mediáticos en su contra.

Esta situación se explica en torno a dos hipótesis: 1) falta de información, 2) la percepción de que las ganancias son mayores que las pérdidas.

Los resultados de los estudios son mixtos. En Brasil se encontró que parte importante de esta votación está vinculada a la falta de información, salvo para los sectores socioeconómicos más altos, que tienden a mirar el trade-off de elegir corruptos (Winters y Weitz-Shapiro, 2013: 418-436). No obstante, los ciudadanos no son los únicos que hacen análisis costo-beneficio. En un estudio en Brasil, la hipótesis según la cual los alcaldes que pueden reelegirse evitarían vincularse con actividades ilegales no se verifica, y los elementos que aparecen como más relevantes son el tamaño de la renta que pueden lograr, así como las posibilidades de ser hallado culpable en el proceso judicial o de ser expuesto a la prensa (Pereira, Melo y Figueiredo, 2009: 731-744).

En muchos casos, para resolver estas tensiones los actores locales utilizan esquemas de gestión de intereses o lobby. Es importante señalar que por lo general en América Latina no existe un lobbying profesional, en el sentido de que la presión política no se canaliza mediante vías formales como los partidos políticos, sino sobre todo por medio de redes personales. Esto en un contexto en el que los actores corruptos se deciden a actuar no solo en función de un análisis racional costo- beneficio, sino que lo hacen considerando su pertenencia a “un sistema paralelo de poder político, económico y social basado en la solidaridad y compensación entre sus miembros”. Estas redes, además, no se activan en todo momento y no involucran a todos los actores, sino a “algunos funcionarios” que negocian en torno a “ciertos temas” y “en ciertos momentos”, sobre todo, campañas electorales (Mujica, 2014: 37-54).

 

Finalmente, una tercera hipótesis propone que los procesos de descentralización traerían efectos positivos en reducir la corrupción por la cercanía con los votantes, los mayores niveles de control y los vínculos entre la toma de decisiones y la entrega de los beneficios públicos (Fisman y Gatti, 2002: 325-345). No obstante, esta visión se ve nublada por los peligros de corrupción debido a las altas posibilidades de que los gobiernos locales sean capturados por las élites locales (Bardhan y Mookherjee, 2006). De igual forma, la descentralización, entendida como una superposición de niveles de gobierno y empleados públicos con tareas poco coordinadas y complejas estructuras de control, tiende a aumentar la presencia de la solicitud de coima (Fan, Chen Lin y Treisman, 2009: 14-34). La debilidad de los sistemas de control sumada a la ausencia de instituciones que garanticen mecanismos preventivos genera un contexto favorable para el despliegue de las redes de corrupción.

El marco analítico descrito reconoce entonces la necesidad de una mirada multidisciplinaria a los vínculos entre política y crimen organizado, reconociendo los elementos institucionales, económicos y sociales, pero también como categoría cultural con significados y prácticas específicas en cada grupo (Huber, 2005). En general, una institucionalidad democrática frágil, débiles procesos de consolidación política marcados por la crisis de los partidos y la consolidación del caudillismo como forma de ejercicio de poder, y el proceso de descentralización fragmentado son elementos clave para el análisis de la corrupción, sea financiada por empresas o por grupos de la criminalidad organizada. El escenario no es prometedor y en cualquier caso establece limitaciones al desarrollo económico y democrático a mediano plazo.

La corrupción es un problema estructural en América Latina y una de las principales preocupaciones en la región. Además de afectar la economía y el desarrollo social, erosiona los pilares de la democracia y aumenta la desigualdad.

Comprenderla requiere de un análisis multidisciplinario de los vínculos entre política y crimen organizado, que tenga en cuenta factores institucionales, socioeconómicos y culturales.

Para combatirla es necesaria una agenda de transformación del ejercicio y la financiación de la política y de la forma en que se persigue al crimen organizado, con frecuencia asociado a ella.

 

 

 

Fuente: CARLOS ALFONSO BOSHELL NORMAN